
Una pequeña flor surgida como por milagro entre dos losetas de la acera me produce una callada alegría. Cultivo amistades y relaciones, especialmente femeninas, pues me siento más cerca de las mujeres y sus sensibilidades. En mi barrio de Madrid veo muchos ancianos con sus bastones y andadores, a veces en sillas de ruedas, les comparto mi solidaridad, a veces entablo conversación superando mi natural timidez.
Y me indigno con los cadáveres vivientes almacenados en asilos y residencias, brutalmente discriminados por la edad. Me encanta el libro de Simone de Beauvoir, que escribió con 60 años «La Vejez». «En ningún otro aspecto de la vida -escribe- se muestra más desnuda la indecencia de la cultura que hemos heredado». La sociedad de la supuesta eficiencia aplasta los cuerpos envejecidos con una estúpida y culpable discriminación por edad, una despreciable parodia.
Las sociedades hipercapitalistas infravaloran y menosprecian las capacidades de las personas mayores. ¡Que desperdicio! Una gran parte de las sociedades históricas han reverenciado a los ancianos varones y con frecuencia -desgraciadamente- ha vilipendiado a las ancianas. Beauvoir tenía casi 40 años cuando un hombre más joven y muy inteligente, Claude Lanzmann, la propuso matrimonio. Ella descubrió que todavía era un ser apasionado y deseable.
La vejez nos da la mejor oportunidad para ser auténticos, para crearnos a nosotros mismos a través de nuestras propias elecciones. Para ser socialmente útiles. No mutilemos nuestros cuerpos, ni nuestra piel para escapar de la edad con máscaras, cada vez más costosas, que nos distrae del verdadero trabajo de saber envejecer, la autocomprensión más profunda.